¿Recordáis la expresión del crítico Anton Ego al probar la ratatouille que cocinaba, en la peli del mismo nombre, el roedor protagonista? ¿Cómo aquel bocado lo transportaba –alerta, spoiler– a la campiña de su infancia y lo reconciliaba con el mundo? Parte de la culpa del viaje proustiano de aquel malencarado gastrónomo la tiene el tomillo, uno de los condimentos principales del plato de verduras causante de tal giro argumental.
El tomillo es una planta de sabor campestre, similar al del orégano, que crece en el sur de Europa, norte de África y Oriente Próximo, y que está plenamente asentada en la gastronomía de toda la cuenca mediterránea. Acostumbrada a dejarse ver junto al romero, esta aromática realza el sabor de los cítricos –ya sea en un pollo horneado con limón, en unas galletas, un bizcocho o un helado– y luce especialmente en preparaciones al horno con ajo o cebolla.
Hasta en la sopa
Además de hacer “pandi” con el resto de hierbas provenzales, el tomillo es una de las piezas imprescindibles del bouquet garni, ese ramillete que se usa para aromatizar caldo. Puede hacerse perfectamente con especias secas, con la sola ayuda de un saquito de tela para no perderlas en la olla.
Se mueve bien en el medio acuoso, y prueba de ello es que hay una sopa, la farigola –así se llama el tomillo en catalán–, en la que es protagonista indiscutible, solo acompañado de ajo, pan de víspera, aceite y, si se quiere, huevo escalfado. Igual de simple es la sopa de cebolla a la que da personalidad, en equilibrio con el pan y el emmental gratinado, o la de tomate asado, donde la hortaliza se sazona con esta hierba y se hornea antes de ir a la cazuela.
Para hacer honor a sus raíces orientales, esta especia puede usarse para preparar zaatar casero, un condimento a base de sésamo, orégano, zumaque, comino y pimienta negra que es capaz de transformar un huevo frito en un manjar –no digamos ya un hummus o una shatshuka– con solo espolvorearlo.
- Elaborado por El Amasadero